La tarde del 24 de diciembre se presentaba muy ajetreada en el hospital. Todo el mundo parecía tener prisa; todos menos los que inexorablemente tendrían que hacer guardia esa Nochebuena...
Ana también quería marcharse pronto a casa. Sus prisas no eran por llegar a tiempo a la cena familiar —hacía mucho que ella ya no acudía a este tipo de celebraciones—, sino que estaban motivadas por su aversión a los hospitales. Había venido a visitar a un compañero de trabajo al que habían operado del corazón; demasiados kilos y una vida tras un mostrador habían llevado al bueno de Ramón Fraile directo a urgencias. Al preguntar por él le indicaron que pasara directamente a la habitación 211.
Nada mas llegar a la puerta, hizo lo que suele hacerse en estos casos... tocar y esperar. Al ver que nadie respondía se decidió a entrar. La estancia se hallaba en penumbras, así que avanzó hacia la cama llamando a Ramón por su nombre...
—¿Ramón?
— ¡Entra hija!
La voz no parecía la de su amigo, pero aún así Ana se dirigió a la cama...
—Hija mía, ¡qué alegría verte! Sabía que no dejarías a tu padre solo en este día—. La voz de un anciano se dejó oír, esta vez muy claramente.
Evidentemente el hombre se había equivocado de persona. Ana no conocía a este señor, y de repente, sin saber muy bien el porqué, sus labios respondieron:
—Papá, soy yo. Claro que he venido a verte... ¿Cómo puedes pensar que no lo haría?
—Ya lo sé mi niña, ya lo sé. Siempre fuiste muy buena, mamá te crió como nadie... ¡Pobrecita mamá!
Ana se sentó en la cama junto al hombre. El señor tenía un rostro entrañable... ¿Sabría que ella no era su añorada hija?
—Cuéntame hija... ¿Cómo te va todo?
—Muy bien papá... ¿Sabes? Hoy me han confirmado que a partir del año que viene ocuparé un puesto mucho mejor.
En su fuero interno Ana intuía que el anciano tenía ya que haberse dado cuenta de su error, pero como él no dijo nada, ella tampoco quiso romper la baraja... Al fin y al cabo ésta era una comedia bastante inocente entre dos personas adultas.
Nadie la esperaba en su casa desde que se separara de su marido. Tampoco tenía familia, y la que tenía no la iba a echar en falta. Así que Ana decidió volcarse en el juego. Se imaginó hablando con su verdadero padre, aquél que tanto la maltrató en su infancia y que posteriormente las abandonó, a ella y a su madre, cuando apenas había cumplido los 11 años. Notó como su odio reverencial iba desapareciendo, diluyéndose con cada palabra que pronunciaba frente a aquél pobre hombre.
Las horas fueron pasando. Comieron, rieron, se contaron confidencias y finalmente el viejo se quedó dormido junto a ella...
Fue la mejor Nochebuena en la vida de Ana.